Si cada vocación en la Iglesia está al servicio de la santidad, algunas, sobre todo, como la vocación al ministerio sacerdotal y a la vida consagrada lo son de modo especialísimo. Es a estas vocaciones a las que invito a mirar hoy con particular atención, intesificando su oración por ellas.
La vocación al ministerio sacerdotal “es esencialmente una llamada a la santidad, en la forma que brota del sacramento del Orden. La santidad es intimidad con Dios, es imitación de Cristo pobre, casto, y humilde; es amor sin reserva a las almas y donación al verdadero bien; es amor a la Iglesia que es santa y nos quiere santos, porque tal es la misión que Cristo le ha confiado” (Pastores dabo vobis, 33). Jesús llama a los Apóstoles “para que estén con Él”. (Mc 3,14) en una intimidad privilegiada (cf Lc 8, 1- 2; 22, 28). No sólo los hace partícipes de los misterios del Reino de los cielos (cf Mt 13,16-18) sino que espera de ellos una fidelidad más alta y acorde con el ministerio apostólico al que les llama. Les exige una pobreza más rigurosa (cf. Mt 19, 22-23), la humildad del siervo que se hace el último de todos (cf. Mt 20, 25-27). Les pide la fe en los poderes recibidos (cf. Mt 17,19-21, la oración y el ayuno como instrumentos eficaces de apostolado (cf. Mc 9, 29) y el desinterés: “Gratuitamente habéis recibido, dad gratuitamente”. (Mt 10, 8). De ellos espera la prudencia unida a la simplicidad y a la rectitud moral (cf. Mt 10, 26-28) y el abandono a la Providencia (cf. Lc 9, 1-3); 19, 22-23). No debe faltarles la conciencia de la responsabilidad asumida, en cuanto administradores de los sacramentos instituidos por el Maestro y operarios de su viña (cf. Lc 12, 43-48).
[Extracto del Mensaje de Juan Pablo II para la XXXIX Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones]